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El hombre que sabía demasiado…

enero 16th, 2014 | Posted by kwelladm in Noticias

La noche del martes 8 de junio de 1954, la señora Clayton, asistente de un matemático británico de primera línea, fue como siempre hasta su casa y se sorprendió por las cortinas abiertas, las botellas de leche y el diario todavía sobre los escalones de la entrada. El matemático era Alan Turing, un talento fuera de serie que había concebido el modelo teórico de la computadora antes de que existiera la tecnología para construirla, y que había anticipado la posibilidad de la inteligencia artificial. Mrs Clayton golpeó a la puerta de su dormitorio, pero no obtuvo respuesta. Turing estaba muerto junto a una manzana embebida en cianuro a medio comer.

El presunto suicidio se había producido el día anterior, dos años después de que el científico fuera arrestado bajo cargos de homosexualidad y, para evitar la cárcel, hubiera elegido someterse a un tratamiento de castración química con estrógenos que le ocasionó agrandamiento de los pechos, obesidad, disfunción eréctil y problemas cognitivos. Tenía 41 años y había sido el jefe científico del equipo que logró descifrar los códigos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial.

La historia de este genio malogrado combina drama e inspiración por partes iguales. Hijo de un funcionario del servicio civil británico en la India, Alan Mathison Turing nació en Londres el 23 de junio de 1912. Fue un talento precoz (se cuenta que aprendió a leer solo en tres semanas) y muy pronto mostró interés por la ciencia.

En 1931 ingresó al King’s College, de Cambridge, donde el mundillo académico estaba inmerso en una controversia acerca de la naturaleza de la matemática. En el corazón de las discusiones estaba el hallazgo del lógico Kurt Gödel, que había demostrado que en la matemática elemental ocurre lo mismo que pasa frecuentemente en los juicios: hay verdades no demostrables.

“Según su biógrafo, Andrew Hodges, a los 24 años Turing deseaba profundamente producir un resultado matemático significativo”, cuenta Verónica Becher, organizadora local del Semestre sobre Computabilidad, Complejidad y Aleatoriedad de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, que se realizó el año pasado y durante el cual se proyectó el drama documental Codebreaker, sobre la vida de Turing, dirigido por Clare Beavan y producido en 2011. “Una de las preguntas abiertas de la época era si existía un conjunto mecánico de reglas que resolviera todos los problemas matemáticos. ¿Se puede decidir mecánicamente qué enunciados son verdaderos y cuáles no? Éste es el “problema de la decisión” (en alemán, Entscheidungsproblem) del programa de David Hilbert. El mismo G. H. Hardy, que había sido profesor de Turing, insistía en que esa “mecanización milagrosa” no podía existir. Turing confirmó la intuición de Hardy. Formalizó la máquina de computar y al mismo tiempo demostró la imposibilidad de mecanizar toda la matemática al encontrar un enunciado que la máquina automática no puede decidir: si ella misma está colgada o si está funcionando bien. Es decir que para responder a un problema matemático Turing concibe la computadora.”

Su trabajo “On computable numbers.” se publicó en 1937. A los 25 años había logrado uno de los avances más formidables del siglo. Sentó las bases de una máquina “universal”, en el sentido de que puede realizar todas las tareas mecanizables.

“Turing matematizó todo lo que estas máquinas pueden hacer y, también, lo que no pueden hacer -explica Becher, que también fue oradora en las jornadas organizadas con motivo del centenario de Turing en Cambridge-. Pueden realizar operaciones mecánicas que se indican mediante instrucciones antes de arrancar. Lo que ninguna máquina puede hacer es determinar si está ‘colgada’, es decir, determinar si entró en un bucle de operaciones del cual no saldrá más. Es el fenómeno que experimentamos cuando la computadora no responde. Esto puede ser evitado muchas veces, pero no siempre, porque es matemáticamente insalvable. Lo más importante es que estas máquinas admiten cualquier combinación de sus operaciones mecánicas, si uno se las indica. Ésta fue y sigue siendo la definición de máquina de computar. A pesar de ser rudimentaria, la máquina de Turing se parece muchísimo a las computadoras actuales, ya que él la concibe para que funcione sin parar, para siempre. Precisamente, ¡esto es lo que hoy día exige Internet con programas como buscadores, ruteadores de correo y redes sociales que no duermen!”

Su trabajo se publicó en el Journal of the London Mathematical Society, pero fue tan novedoso que tuvo una trascendencia mucho menor que la que se le asigna hoy. “Por ejemplo, G. H. Hardy [también de Cambridge] tardó más de cuatro meses en responder una carta que Turing le había mandado con la solución de un problema abierto de teoría de números -cuenta la investigadora-. Hardy pasó por alto la “calculabilidad” conseguida por Turing, y le contestó que el problema ya había sido resuelto por el francés Henri Lebesgue más de veinte años antes. Tampoco lo reconoció el superdotado Von Neumann, que conocía bien a Turing y sus trabajos, y que en 1938 le escribe una carta de recomendación para una posición en Princeton en la que ni siquiera menciona la invención de la máquina automática.”

En 1939, su carrera se detiene inesperadamente cuando es reclutado para ayudar en el esfuerzo bélico como criptógrafo del centro de Bletchley Park. Según cuenta Simon Singh en The Code Book (Doubleday, 1999), Alemania contaba en ese momento con el sistema de comunicaciones más seguro del mundo. Estaba formado por 30.000 máquinas Enigma, desarrolladas en 1918 por el inventor alemán Arthur Scherbius y su amigo Richard Ritter.

El más formidable sistema de encriptación pergeñado hasta ese momento comprendía tres elementos conectados por cables: un teclado para ingresar las letras del mensaje, una unidad “mezcladora” y un tablero con lámparas que indicaban el cibertexto. Para encriptar una letra, el operador presionaba la tecla correspondiente, que enviaba un pulso eléctrico a través de la unidad “mezcladora” central y salía por el otro lado, donde iluminaba la correspondiente letra del texto cifrado. La parte más importante era la “mezcladora”, un grueso disco de goma atravesado por cables que entraban desde el tablero por seis puntos, hacían una serie de giros y vueltas, y luego emergían por otros seis puntos del otro lado. El cableado interno del disco determinaba cómo serían encriptadas las letras del texto.

El mecanismo era tan eficaz que, con cinco discos mezcladores, un interceptor que quisiera decodificar un mensaje hubiera debido verificar 159.000.000.000.000.000.000 (159 trillones) de posibles posiciones. Chequeando una posibilidad por minuto, un operador hubiera necesitado más que la edad del universo para decodificar un mensaje, afirma Singh.

Turing, usando como base el descifrador parcial hecho por científicos polacos, encontró el talón de Aquiles de la Enigma e ideó un sistema que utilizaba varias computadoras en paralelo para decodificar los mensajes. Llegaron a hacerlo en una hora.

Pero como las actividades de Bletchley eran secretas, no muchos conocían sus proezas. Terminada la guerra, volvió a la matemática. “Desde 1948 hasta su muerte -menciona Becher-, retomó algunos problemas que le interesaban y se dedicó a la morfogénesis (estudio del origen de las formas de los organismos vivos). Consiguió explicar parcialmente, mediante la operación ‘a ciegas’ de las leyes químicas, las rayas de las cebras, las manchas de las vacas, los pétalos de las flores. También ideó el hoy llamado ‘test de Turing’ de inteligencia artificial, que está actualmente vigente para responder a la pregunta de si las máquinas pueden pensar.”

En 1952, a raíz del robo de algunos efectos personales que Turing denunció a la policía, salió a la luz el affaire que mantenía con un joven desempleado de 19 años, Arnold Murray. La homosexualidad, en la Inglaterra de esos días, era un delito, y Turing no intentó ocultarlo.

“Alan Turing atravesó el abismo que existe entre el paisaje deliciosamente remoto de la matemática pura y el mundo de la industria, en el que la habilidad de una máquina de multiplicar gigantescos números primos o revisar decenas de miles de posibles sustituciones de letras en busca de una coincidencia (.) significaba la diferencia entre el éxito comercial y el fracaso, y en algunos casos, entre la vida y la muerte”, escribe David Leavitt en The Man who Knew Too Much: Alan Turing and the Invention of The Computer (Atlas Books, 2006).

El 24 de diciembre último, después de que más de 35.000 científicos (entre ellos, Stephen Hawking) firmaran peticiones online, Turing recibió un indulto de la reina. A la distancia, cabe preguntarse a quién le hubiera correspondido pedir perdón.

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